“El pueblo, grande y sabio, condujo la lucha por los derechos y la liberad de la humanidad”.

El 14 de julio de 1789, la airada población de París se lanzó al asalto de la prisión de la Bastilla, una antigua y poderosa fortaleza que dominaba los barrios populares del este de París, símbolo de la autoridad arbitraria de la monarquía absoluta. En su origen se construyó como una fortificación contra los ingleses durante la Guerra de los Cien Años, pero Richelieu la convirtió en prisión del Estado. Entre sus paredes pasaron algún tiempo personajes famosos como el escritor Voltaire, que escribió allí su tragedia Edipo, el marqués de Sade, y Diderot, colaborador de La Enciclopedia.
El 14 de julio de 1789 miles de trabajadores parisinos armados tomaron el lúgubre edificio, que por entonces sólo custodiaba a siete prisioneros. Fue el primer paso hacia la Revolución francesa, que ya no se detendría hasta acabar con la monarquía francesa y conducir al rey, Luis XVI, y a su familia a la guillotina.
Su caída en manos del pueblo constituyó el vibrante comienzo de la Revolución Francesa.
En la madrugada del 15 de julio el rey interrogaba a un miembro de la corte:
– “Pero ¿es una rebelión?” preguntó Luis XVI.
– “No, señor, no es una rebelión, es una revolución” respondió el Duque.
Acto de pillaje, violencia extrema de una muchedumbre empobrecida e indignada, cántico romántico de la revuelta que derriba todo un sistema… Lo relevante es el valor extremo que determinados acontecimientos adquieren y que tras determinados hechos aislados o inconexos es posible establecer a posteriori una cadena de sucesos perfectamente trenzada.
Sorprende que en España, y con las vetustas e insolidarias recetas de nuestros políticos para superar la crisis económica, con el pertinaz empobrecimiento de la ciudadanía y las perspectivas sombrías de consolidar indefinidamente un retroceso social sin parangón, sorprende digo que la movilización y protesta sea tímida y educada, se exprese casi en susurro, en un murmullo callado y quieto… Es probable sea una rémora del franquismo; acometer con fatalismo las desgracias o aceptarlas como inevitables o mal menor le facilita las cosas a quien no tiene otra intención que explotar la situación en beneficio propio.
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