Los vecinos del piso de mis padres son un pequeño ejército que se bate en retirada y cuyos efectivos sucumben en esta guerra de trincheras que la vejez se obstina en prolongar de manera tristemente obscena. Los muertos son ya más que los vivos y los cuerpos de los enfermos son reclamados por unos u otros entre los diminutos sollozos de los nietos.
El último en “marchar” ha sido Domingo, que murió la noche del sábado. Con este vecino tuvimos una trifulca vecinal; yo era un chiquillo que algo sabía de fracciones y permutaciones y me ofrecía para dar clases particulares y sortear una adolescencia con los bolsillos vacíos. Él, un viejo cascarrabias al que los anuncios en la escalera publicitando mi oferta educativa no gustaban. Los arrancaba una y otra vez durante una pila de días consecutivos.
Mi hermano, mi madre y yo mismo iniciamos una exhaustiva investigación cuyas pesquisas dieron resultado. Averiguamos cuando y quien pero no dimos con el porque.
Cuando una noche lo pillamos in fraganti, en una mano el papel arrugado y en la otra el cubo de la basura, los gritos de mi madre eran aullidos. Aporreo con saña la puerta de su piso, lo llamó desgraciado, mal nacido y otras perlas semejantes. Los vecinos libraron a Domingo de la ira de la madre del niño aunque mayoritariamente le dieron la razón a ella. No hubo heridos, no acabamos en comisaría.
El cartel no volvió a ser arrancado. Aquel verano di clases particulares de matemáticas sin contratiempos.
En los últimos diez años me he encontrado con Domingo en la escalera en varias ocasiones y siempre me ha recordado aquella disputa y el genio de mi madre. Lo hacía con admiración y cariño y bajo esa evocación del pretérito me he querido imaginar una historia secreta de amor. Es probablemente ese el porque de entonces. Mi hermano es más racional y tiene una lista interminable de objeciones a esta hipótesis pero yo tiendo a fantasear y me seduce que acabe en romance esta bronca vecinal.
Ahora, Domingo arranca las flores de las tumbas y se las entrega a mi madre que, ruborizada, no dice ni pío. Mientras los esqueletos de los vecinos de la Verneda en Collserola entonan bellas melodías de amor. Mi padre y su esposa asisten atónitos a los amoríos furtivos de estos cónyuges desleales que se aparean todas las noches con el furor y el desespero de estar viviendo la última noche.
Se me olvidaba; será una obviedad pero hay que decirlo: madre sólo hay una. Nunca nadie me ha dispensado una defensa tan acérrima como en aquella disputa con Domingo. Ni siquiera aquel abogado de pago en el juicio donde fui tristemente condenado.
El juez ha enmudecido al enterarse que del recurso se encarga mi madre.
Autor: Javier Solé
Relato incluido en la versión impresa de “Rehén de la memoria” (ISBN 978-84-9050-719-3)