Un relato que lleva por título “LOS PASTELES DE ELVIRA”:
Cada mañana, a la hora del desayuno, Elvira salía de las vetustas oficinas de un aburrido negocio de importación, donde languidecía desde hacía treinta años, para visitar la pastelería situada enfrente del despacho y comprar una pieza de bollería diferente cada día. Los lunes, croissants; los martes, ensaimada. Los miércoles, tarta de manzana. Los jueves, magdalenas en esponjoso bizcocho. Los viernes, mil hojas en deliciosas capas de hojaldre con relleno de crema y recubiertas de chocolate. El fin de semana, mientras mojaba unas insípidas galletas integrales, añoraba los días de diario, las pastas y… al pastelero.
Nunca llegó a decirle nada, aunque intuía algún sentimiento en él por las maneras sugerirle la pasta más sabrosa de la jornada o por la forma morosa con la que anudaba el paquete o la calidez de sus manos al rozarle cuando le devolvía unas monedas de cambio y cuyo contacto provocaba Elvira al pagar siempre con un billete.
Algunos domingos Elvira estuvo tentada de realizar el largo trayecto desde su apartamento en la periferia de una ciudad gris hasta la pastelería con el indisimulado deseo de probar los pasteles. Pasaba largas veladas imaginando las cerezas en la nata, la crema entre el bizcocho, el chocolate ligeramente lascivo entre los labios…
El día de su onomástica el pastelero le tenía preparada una tarta individual de frutas confitadas. Si ese día era festivo se la entregaba la víspera laborable.
Un lunes lluvioso la pastelería no abrió. Elvira estuvo todo el día preocupadísima. Tampoco abrió el martes, y la lluvia no cesaba. El miércoles amaneció despejado pero la pastelería seguía cerrada. El jueves, al mediodía, un cartel daba cuenta, de manera escueta, del cierre del negocio por defunción del dueño.
Un mes más tarde, cuando la tristeza de Elvira se sereno, la administrativa del negocio de importación se matriculó en un curso de repostería que organizaba en el centro cívico de su barrio. Después tomó clases para elaborar cupcakes.
Un año más tarde, en plena crisis económica, con sus ahorros y la capitalización del desempleo, reabrió la pastelería que permanecía todavía cerrada. Al subir la persiana supo que nunca nadie le separaría del hombre que amaba.
El día de la onomástica del pastelero Elvira prepara una tarta de frutas doble. Está tan sabrosa que ninguno de los dos deja nunca para las ratas un trocito.
Autor: Javier Solé, enero 2014
Relato incluido en la versión impresa de “Golondrinas suicidas” (ISBN 978-84-9115-967-4)
Ilustración: Soutine, “le petit patissier” (1923)
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