A Gabriel
Recuerdo que aquellas tardes en casa del abuelo transcurrían con una calma enigmática, cuando yo regresaba de la escuela e iba, a regañadientes, a visitarlo. La abuela preparaba la merienda – los lunes tarta Balcarce, los miércoles alfajores y los viernes pastafrola; los martes y jueves tenía natación y me recogían mis otros abuelitos-. Esas tardes, mientras yo me embriagaba con aquellos dulces deliciosos él permanecía levemente absorto y taciturno, completando un inmenso puzzle que reproducía una calle de La Boca -más tarde, cuando estudié en la Escuela Superior de Bellas Artes Ernesto de Cárcova supe era un grabado de Collivadino-. Puedo evocar ahora la minuciosidad con la que estudiaba cada una de las piezas y su encaje; sus manos torpes y enjutas, la cabeza ladeada hacia la ventana como si algo o a alguien estuviera esperando y la mirada extrañamente extraviada, con una condensación recóndita.

Lo recuerdo siempre callado y distante pero su silencio era cálido y sus pocas palabras luminosas. Cautivo del hechizo de su tristeza y su ironía.
Supe por mamá que el abuelo fue aficionado a los rompecabezas desde que llegó a Barcelona, aunque yo he sospechado siempre que era una afición que ya venía de la infancia. Cuando lo quise investigar la abuela ya había muerto. Tampoco pude preguntar a los hermanos de mi abuelo. Nosotros somos una nueva estirpe que nace del exilio. La dictadura militar ha borrado mis ancestros, mi linaje es escuálido y macilento.
Es por eso precisamente que yo creo que el abuelo cuando adulto afrontaba la tarea paciente de los puzzles para no recordar los tormentos en el Club Atlético, las descargas en los testículos, los orines y la sangre en la leonera y ya viejito seguía horas y horas enfrascado -ensimismado- en esos gigantescos rompecabezas para no olvidar, para que la enfermedad dominara sólo sobre el tormento de sus huesos, preservando entera la memoria, nuestros nombres -los de los hijos y los nietos, los de amigos y vecinos- y los de todos los ausentes.
El día que volvimos del entierro del abuelo el puzzle estaba encima de la mesa de madera, las pocas piezas todavía no encajadas apiladas a un lado. Mientras mamá preparaba en la cocina el mate que bebía a sorbitos por la tarde el abuelo yo, instintivamente, ensamblé las últimas piezas del último puzzle del abuelo. Sonreí al recoger una de ellas -la requeteúltima, la definitiva- que calzaba una de las patas de la mesa.
Al alzar la vista abracé la idea de venir a Buenos Aires. Y dibujar en la memoria y en el lienzo las calles alegres de la infancia del abuelo.
Autor: Javier Solé, diciembre 2019
Ilustración: Pío Collivadino, “Una esquina de la boca” (1946)
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