PAZ EN LOS CUERPOS
A veces me voy a dormir
deseando despertarme hombre,
hombre que pueda dar una colleja o una palmada en la espalda o un abrazo
denso como un bosque perenne en enero
a otro hombre, y que la amistad sea una fiesta
donde el cuerpo no se sienta obligado
a invitar al sexo,
y el sexo no aparezca como la bruja Maléfica
en el bautizo de la Bella Durmiente,
torciendo la magia con hechizos.
Porque quiero invitar al cuerpo,
porque también el cuerpo escucha
y habla,
deja al sexo en casa,
no quiero ser mujer
delante de tí, amigo, porque es tan fácil el sexo
(si es entre un hombre
y una mujer), tan fácil
caer,
que el noventa por ciento de series, canciones y películas
convenzan a mi frágil conciencia
de que sí, que quiero esto, sexo
con un hombre, para así tras su orgasmo quizá recibir
con paciencia de puta,
lo que, debajo y más allá
del noventa por ciento de series, canciones y películas
yo quería de ti:
ese silencio en los ojos, ese brazo
olvidado sobre el mío y que no importe,
ese decirnos la verdad
como si mentir fuera un idioma extranjero,
y la cordura
mucho más pequeña que la vida.
Si fuera hombre ya hubiera besado a las mujeres
que realmente deseo,
las habría sentido temblar de gusto y de ganas
permitidas,
y hubieran venido hacia mí,
tal y como yo he ido hacia tantos ellos.
Y sí, si fuera hombre,
no hubieran tardado tanto en pagarme
el sueldo que merezco, sí,
y cuando vuelvo de noche
no tendría que repasar mentalmente la ropa que llevo
para calcular cuán más rápido
cruzar la calle donde los bares cierran,
y que yo llamo la calle del miedo.
Si fuera hombre tendría la certeza
de que todos los hombres y mujeres existidos
nacieron por orgasmos de otros hombres,
certeza que como mujer
carezco.
Porque un matrimonio puede tener seis hijos
con seis orgasmos de él
y ninguno de ella.
Los nuestros, cuando existen, salen de tan adentro
de una cueva en cuyas paredes se encierra
la punta de una piedra preciosa
más grande que la misma cueva,
y no es obvio
cómo conseguir diamantes
cuando las cosas no salen para afuera.
Y es triste que pocos hombres lo sepan,
pero es certeza aún más desgarradora
que tan pocas mujeres
sepan que hay algo que ignoran,
sí, es triste
que una se haya acostado deseando
no ser esto.
Fuente original: https://adrianabertran.wordpress.com/2016/01/10/paz-en-los-cuerpos/
Ilustraciones de Montserrat Gudiol
REAL
Cuando nació mi hermana mi padre mandó construir una casa
en lo alto, bordeando el valle.
Pensando en una posible burbuja nobiliaria, mi padre
compró también las tierras delante de cada ventana
para que nadie pudiera levantar en ellas
cosas opacas
que nos separaran de las montañas.
(Desde aquí, le doy las gracias.)
Había árboles viejos
en esas tierras: olivos, almendros,
que miraban a mi padre con la condescendencia
propia de lo antiguo y noble.
Y en el último y más grande trozo de tierra
no había árboles,
y mi padre,
que no tiene paciencia,
preguntó a los lugareños qué árbol crece más rápido,
porque un señor con su castillo y sus tierras requiere también un bosque.
“Pinos”, dijeron. “Pinos”.
Y las princesas jugábamos
debajo de todos ellos, árboles
jóvenes y viejos, y entre nosotras
y las montañas
sólo había bosque y aire
nuevo y fresco, casi crujiente.
Los reyes salían al balcón
a dar proclamas sobre la cercanía de la hora
de la comida
y entonces las princesas corríamos camino arriba
al castillo en la ladera,
mientras abajo, en silencio, los pinos crecían
y arriba
un mantel se desplegaba como una vela
o un dosel.
Cuando ya no fui princesa,
y el castillo era una casa rural
que no marchaba bien,
me encontré, de repente, en el grupo de pinos
demasiado pequeño para ser nombrado bosque.
Eran los únicos árboles de mi generación,
y las mismas manos que solían levantarme
para subirme a una silla como un pequeño trono,
habían hundido las raíces de esos árboles
en la tierra que heredábamos,
el mismo padre, el mismo crecer rápido
no pude sino abrazarme
a esos hermanos de corteza áspera
agradecida de que fueran menos frágiles
menos efímeros
que los reyes y los reinos
de los humanos. Todos
habíamos crecido
para sabernos pequeños. Para saber que moríamos.
Que no era real la realeza,
era real la realidad.
Fuente original: https://adrianabertran.wordpress.com/2015/11/28/real/
Ilustración: John Ottis Adams, “The Old Mills of Brookville”
Adriana Beltrán (Barcelona, 1985) trabaja en la actualidad escribiendo teatro y canciones infantiles y guardándose la poesía más adulta para los fines de semana.
Más información en: http://adrianabertran.wordpress.com/