Recuerdo la gran entereza y serenidad con la que Julia, la madre de mi mejor amigo, asumió su muerte. Vivió toda su vida con un exquisito equilibrio entre la austeridad económica y la simulación social. Era como uno de esos señores feudales sin castillo ni hacienda, viviendo un marquesado de alcurnia. Te dispensaba un trato altivo, de una soberbia condescendiente, pero en ocasiones su relación con los vecinos y los amigos de sus hijos rozaba el desdén y la displicencia. Los demás éramos, en definitiva, súbditos. Y unos pocos, los más desafortunados, vasallos.
Era impresionante llegar a casa de mi amigo y que ya en el vestíbulo su madre te recibiera con la invitación a esperar en el gran salón, un cuarto minúsculo al que se accedía por unas puertas correderas y con una cristalera opaca serigrafiada con el blasón que tú imaginabas de un gran terrateniente andaluz aunque en realidad el linaje de Julia era de aparceros de Cuevas del Almanzora salvo un primo díscolo que trabajó en las minas de la Sierra de Almagrera.
Siempre, era norma, una espera interminable. Yo creo que lo hacía con doble intención; para darse importancia –“el prestigio crece cuanto te haces esperar”, proclamaba solemne ante un auditorio sobrecogido- y como maniobra de marketing que difundía las obras de arte que su marido había pintado y decoraban el diminuto gabinete. El esposo de Julia era un delineante –“valorar el arte es la asignatura pendiente de este país de zoquetes, Javier” me reiteraba siempre la señora- que dedicaba las horas de ocio y la poca vista que le quedaba a pintar bodegones y cacerías y, en ocasiones, influenciado por la pasión de su mujer por el Barroco, naturalezas muertas y vanidades. Él hubiera querido dedicar su tiempo a pintar curvas – oh, Lizano, mi Lizano!– y no líneas con la escuadra o cuadros convencionales por encargo. No sé, algo del estilo de los cielos estrellados de Vicent van Gogh o las tablas ondulantes del puente de Oslo que tanto le gustaban a Edvard Munch.
El porte de julia era impresionante. A mí, lo he pensado varias veces durante años, se me antojaba pariente de María Dolores Pradera, o la Bernarda del drama de Lorca. Aunque no me consta que le reclamara a pretendiente alguno el rosario de su madre.
Pero yo no puedo olvidar, lo dije al principio, la última de las imágenes cuando la visité en el hospital modernista de Doménech i Montaner antes de irme de soldado de reemplazo -¡que vergüenza no haber sido desertor o, como mínimo, objetor de conciencia– a un campamento en el desierto de Almería. La veo ahora, nítidamente, alejarse mientras yo en el pasillo voy en búsqueda del ascensor y ella en el quicio de la puerta como si fuera la alquería de sus padres en Villaricos, con una bata blanca de guatiné. Es un travelling digno de la nouvelle vague y Julia me saluda por primera -y última- vez afectuosa, entrañablemente humana y yo ya no recuerdo si le devolví el saludo o si mi sonrisa fue solo una mueca.
Y pienso que tal vez fue un tiempo en el que no estuve a la altura de las circunstancias pues bien sé ahora que un niño que no cuida los afectos es un hombre perdido.
Autor: Javier Solé, septiembre 2022
Fotografía: Lavadero público de Cuevas del Almanzora (años 50)