el suicidio (74)

PUENTE ROMANO

He tardado treinta años
en nombrarte sin miedo ni vergüenza.
Treinta años sin saber
cómo quererte o cómo hablarte.
Sin acertar ni atreverme siquiera
a decir me has abandonado, madre.

Pero nunca te odiaba.
Me decían que habías muerto
en el centro de un río,
que te arrojó tu propio impulso
desde un puente romano hasta el caudal.
Y yo, que era muy niña,
me conformaba entonces.

Porque los niños ignoran la muerte.
Solo notan la ausencia
y aprenden a borrar con goma blanca
el lápiz de la risa y el abrigo.

Luego crecí deprisa. Con la herrumbre
me salieron el pecho y los demonios.
Y fui para buscarte a un cementerio
—en zona no sagrada, prevista para herejes—
y no encontré tu lápida tan limpia,
pues te habían sacado de tu tumba
mucho antes de que yo llegase.
Que ya nadie pagaba tu reposo
y sin aval los muertos se confiscan,
pierden su propiedad y sus derechos.

No obstante, conseguí un certificado
oficial de difunta con la fecha incorrecta:
por él me concedieron una beca de estudios.

Sin vida me has servido
como un seguro contra incendios.
Desde tu fosa común me mirabas
tomar apuntes y comprarme libros,
y tal vez te sentías complacida
como cualquier madre al final de un curso
cuando su hija le trae buenas notas.

Me pregunto por qué te quisiste morir
tan de pronto y tan joven todavía,
qué síndrome o locura
nubló la transparencia del camino
y te condujo a los barrancos,
al término interior de los relojes
y a las profundidades
de una corriente caprichosa.

¿Por qué? ¿Por qué aquella mañana
te despertó el estrépito y la furia?
¿Fue mi llanto de niña enloqueciéndote
el que te abrió la puerta de la calle?
¿Fue mi llanto la luz al fin de un túnel?
¿Quién alumbró tus pasos por el frío
y te indicó el lugar exacto de caer?
¿Quién te quitó la ropa y te subió al pretil?
¿Quién te empujó?
¿Quién me empujó al río de la orfandad?

He tardado treinta años de preguntas
en pensar demasiado y sin hacerlas,
ya que nunca has venido a contestarme.
He tenido vergüenza de estar sola.
Y he mentido y he dicho
que eran otras las causas de tu muerte.
Con infantil tijera recortaba
a mi medida tu memoria estéril.
Y no puedes culparme
por la amnesia de ti, por mi mal modo
de inventar tu silencio vagabundo.

Soy grande ahora. Tu adulta presencia
ya no me haría un daño irreparable.
He bajado a las minas más profundas,
al anónimo lecho de los muertos más pobres,
a la cripta más honda de los parias.
He bajado a sacar tu cadáver sin rostro,
a extraer tu dolor,
tu corazón herido y putrefacto
y el útero que nueve meses
podría examinar tus restos
de madre y de mujer suicida,
y deducir las pruebas semiocultas.

Pero nadie investiga.

He querido saber, he preguntado.
He visitado el barrio y la náusea
donde vivimos: la casa pequeña,
el mundo todavía más pequeño,
la libertad pequeña en la cocina.
Así he visto el cansancio tirando de tus brazos,
el hormigón de las horas tapiando el horizonte,
y cerca el río como una autopista
en la que hundirse y estrellarse.
Pero nadie investiga, nadie recuerda ya
los días y el escombro
oscureciéndose en los cuartos,
la cena escasa, el sueño intermitente
de los hijos, la fiebre y el hombre lejos.

Te desentierro igual que a un fósil,
te recompongo, retiro los líquenes
y abrazo con cuidado tu esqueleto.
Que tu osamenta diga lo que tú no dijiste:
los motivos de fuga y de abandono
sepultados durante tantos años
de orgullo olvidadizo.
¿Es que te golpeó tan brutal la desgracia?
¿Es que tus hijos talaron los árboles
de tu cordura y tu alegría?

Madre, ¿acaso sin dientes yo mordí
tu placenta con tal desolación
que no cicatrizó tu vientre nunca?
Si como dicen me parezco
a ti igual que una sombra,
¿vas a llevarme por tu río
hasta el mar que vierte en la noche?,
¿vas a decirme alguna vez
qué hicimos mal tus huérfanos
que mereció un castigo tan injusto?

Porque tú desconoces esta herencia
de oscuridad sin fin que nos dejabas.
Y antes de abandonar el nido,
a través de las lágrimas miraste
que tus niños dormían
con la respiración convulsa y débil
que precede al espanto más terrible.
¿Estaba tu mirada tan violeta de invierno
que no notaste la espesura gris
de nuestro desamparo?

¿No oías nuestros gritos hundiéndose
en el pozo de nieve de aquel amanecer?

Tú ignoras que el propio padre esparció
un puñado de niños por la extensión del tiempo,
caídos a su suerte, como granos
diseminados por los surcos.
Yo aparecí de improviso un mal día
en la resaca grande de una guerra,
en la gran casa de unos combatientes
vencidos cara al sol,
en la última cosecha de una familia grande.

Yo no te quise nunca, ya que tú no existías,
pero tampoco pude odiarte.
En el temblor del agua te imagino
muriéndote, muy pálida,
abandonada al cauce y la tragedia,
lavando tu tristeza en la rutina
caudalosa del fondo.

Me dejaste viviendo en los márgenes negros
de la lluvia perpetua y de la pólvora
como en un vertedero de criaturas.
Para siempre humillada, me quedé
quieta en la orilla, viéndote morir.

Con siete años estuve a punto
de ahogarme en un afluente de tu río.
¿Fueron tus brazos desde el fango
los que tiraban de mi cuerpo frágil
hacia abajo, negándome el oxígeno?

¿O me salvaste tú, sosteniéndome a flote
para que no sufriera el plomo de la asfixia?
Rescatada de la corriente,
fui solo un bulto que arrojaron
sobre cerezas de hule, encima del mantel
extendido en la hierba.
Mientras volvía a la vida, alguien dijo
que mi destino era el agua: la búsqueda
o el accidente del agua, la caja
y la sepultura del agua.

Muchas veces soñé pesadillas de fiebre
cuando el aire pautado me faltaba.
Y en medio de los oscuro abrí los ojos
y no estabas delante ni detrás
ni aparecida entre los muertos.
Madre, yo no sé perdonar
ni rezar por las noches ni creer
que existes invencible en otra vida,
inmaculada de golpes rabiosos
y anestesiada como un ángel.
No lo creo y por eso no has bastado
treinta años de extravío,
desnuda a la intemperie de los ácidos,
para apartarme de treinta mil fuegos
provocados con tu mecha de ausente.

No te maldigo. Cuento ahora
el peligro en el tiempo y las lentejas
maternas que jamás tuve en mi plato.
Cuento cosas tendidas de un alambre
con descargas eléctricas. Soy la nocturnidad.
Y bebo leche que no es tuya.
Y me pregunto qué lluvia láctea
te sedujo en el frío de noviembre,
en ese día equivocado y cruel.
En ese día, ¿qué santa oración
de funerales cantaron los tuyos,
si ni la Iglesia quiso concederte
sagrada sepultura y paz cristiana?

¿Por qué no me contestas?

Por lo visto mi voz no es tan hermosa
como la de la muerte. Y no la escuchas.
Porque no hay madres resurrectas.
No es verdad el consuelo de los rezos.
No es posible saldar toda la culpa
errante de las ánimas benditas.

Y yo no te recuerdo ni al mirar
tus fotos o las mías: no apareces
como un fantasma al trasluz de la tarde,
no me desvela el sueño tu murmullo.
No llegas y me dices niña,
mírame, porque nunca te he dejado.

No es verdad que te quiero sobre todo.
Es mentira la sangre.

Autor: Isabel Pérez Montalbán

Ilustración: Pablo Gallardo, “puente romano de Córdoba”

el aprendiz de brujo (1068): los domingos

Siempre hay una hora callada en los domingos
en ella te pierdes y te invade la sensación
de que en la soledad eres extranjero
y piensas de repente en esa mentira
de que el tiempo lo cura todo
no es verdad
lo agranda
Y en esa hora callada sientes
que a tú biografía le han quitado los muebles
que aunque seamos
los conservadores de nuestro museo
si no somos capaces de aprender a poner
la brocha en la grieta no seremos capaces
de reconciliarnos con nuestro pasado

Pienso en esa hora callada
que lo prudente es
dominar el idioma de la soledad
sabiendo que a la palabra la podemos llenar
de ruina y de rabia
podemos pensar en una palabra
y decir otra
hablar sin decir
decir sin hablar
todo dentro de nuestro territorio
donde hay ofensores y ofendidos
intercambiando los papeles
según avance la película
remendando los huecos de la vida
para que no se derrame
en esa hora callada
siempre en domingo.

Autor: Montse Ordóñez

Ilustraciones de Milt Kobayashi

la infancia (148): Poema de David Marine

LA BUENA TIERRA

hay una esencia de mujer en los besos que me das
que zurcen botones rojos por mis mejillas.
mi imposible pequeña:
qué ornamento precioso para mi rostro
y qué horrible vacío cuando marches
tras la espuma de gemidos y afroditas,
cuando el amor se te desborde
por una garganta vencida de suspiros.
canta el gallo tu futuro
en el desértico jardín de mi cabeza;
yo sólo escucho a las hienas.
estoy desenterrando abrazos
para sembrarlos en tu buena tierra.

Autor: David Mariné

Ilustración: Joan Llimona i Bruguera, “pensativa” (1890)

el aprendiz de brujo (1067): gestación

En el esqueje conservo
el esbozo de tu ausencia.

Lluvia de marzo
Sol de mayo
Luna en agosto
Umbría de octubre
La nieve de enero.

Serás un álamo blanco.
Silueta simiente
útero de la memoria
pálpito de tierra herida.

Vasallo de una estirpe
germinando el páramo.

Autor: Javier Solé

Fotografía de Anna Niemiec

Dos poemas de Miguel Martínez López

El mal

Cierro el libro
de filosofía medieval
Pobres pelagianos
Pobres maniqueos
Pobres donatistas
Pobre San Agustín
Preocupados,
metafísicamente preocupados,
como estaban
por la cuestión de la existencia o no del mal
en términos absolutos
Por la existencia del reino de las sombras
y de su presidente Lucifer
Si en lugar del aburrido
siglo cuarto
hubieran conocido esto,
lo hubieran visto meridiano
El mal absoluto
ontológicamente hablando
es el banco Santander
los infiernos del Dante…
sucursales.

Autor: Miguel Martínez López

Ilustración: Gustavo Doré, “La Divina Comedia”

Salmo 23

A todas mis neuronas desleales
a la pena de siempre y sus aburridos ministros
a mi vieja culpa con su sonrisa de jóker
a la hiena que me patrulla el intestino.
A vosotras, íntimas alimañas
que me seguís desde hace años
en la cama, en la oficina, en el mercado.
A vosotras que me esperáis puntuales
al otro lado del sol y la alegría
y me lanzáis el buitre de la angustia
cada cuatro días. Quiero deciros algo:

El diazepam es mi pastor, nada me falta

No podréis atraparme nunca más
ni siquiera las mañanas de resaca
o los domingos aciagos de febrero
ni en los hospitales de lágrimas
ni en los tanatorios de Júpiter.

El diazepam es mi pastor, nada me falta.

Dragones de mi infancia en zapatillas
aunque voléis verdes y ligeros
y os poséis como sórdidas abejas
en los ojos de la gente que más quiero.
No podréis atraparme
porque yo soy más rápido
y tengo guardada en el bolsillo
toda la tierra prometida.

El diazepam es mi pastor, nada me falta.
Él separa las aguas de mi pecho
y multiplica los planes y los meses.
Él me lleva a fuentes tranquilas
donde la hierba de mi alma reverdece
y lentamente se levanta
una oveja blanca en mi cerebro.

Bienaventurados los pobres
porque ellos verán a Dios.
Felices los infelices
porque el reino de los cielos
pesa 150 miligramos
y cuesta 2 euros con 75.

Autor: Miguel Martínez López

Ilustraciones: Denis Sarazhin, serie Pantomima

la vida y la muerte (281): el duelo. Tres poemas de M.J. Aldunate

De su poemario “Decir la herida” (2023):

pero hoy lo abrí

quité serenamente
el tapón del hinchable
que inflaste en el verano
de un sol ya oscurecido

y abrazándome a él

apreté
apreté
apreté

mientras se iba

muriendo

una vez más tu tibio aliento

Autor: María José Aldunate

si tu ausencia cayera
por la casa
como un telón raído

despertara mañana
y me clavase el diario
tu nombre en una esquela

si cavara esta tierra
mordisqueara tus huesos
y abrazándome al frío me hundiera en esta fosa

te seguiría escuchando en la cocina
preparando el café

mientras despierto

Autor: María José Aldunate

Ilustración: Sasha Hartslief, “the light in the morning” (2018)

dentro de mí
voy deslizándome
como una gota

lenta

ya sin temblor
ni luz
una gota

desposeída y muda
en esta vida mía
qiue ya no es más

que un pozo

Autor: María José Aldunate

Ilustración: Shaun Ferguson, “Dominoes”

amores cotidianos (401): geometría

Tractat de geometria

Ja floreix com un clavell
la primera llum del dia.
Jo voldria, li diu ell,
escriure’t sobre la pell
un tractat de geometria.

(Escriure’t sobre la pell
un tractat de geometria.)

Si t’estires de costat
i el teu cos al meu s’aploma,
llegiré en paper pigat
les paraules del tractat
i recitaré l’axioma:

“Dues boques fan un bes.
Quatre ulls, una mirada.
Bes, mirada i un cor encès,
canten, per regla de tres,
una cançó enamorada.”

I ella, amb posat amatent,
li diu: jo també ho voldria.
I s’escriuen mútuament
i disposen cos i ment
en perfecta simetria.
Si t’estires de costat
i el teu cos al meu s’aploma,
llegiré en paper pigat
les paraules del tractat
i recitaré l’axioma:

“Dues boques fan un bes.
Quatre ulls, una mirada.
Bes, mirada i un cor encès,
canten, per regla de tres,
una cançó enamorada.”

Autor: Clara Fiol Dols