la vida y la muerte (282): Prypiat

POEMAS DE CHERNOBYL

Tu mirada vagará sobre mi sombra
y la sombra
se empujará a sí misma
hacia la frondosa oscuridad.
El pálido sol brillará sobre nosotros,
un farol
abrasado por la ardiente pregunta…
Cogida por la gravedad de la luz,
respiración sofocada, labios apretados,
y no hay respuesta
ninguna respuesta
a esta luz en la violenta noche.
Pero libres de gravedad nuestras sombras
sacudieron el jazmín,
seguirán su camino,
respirando la neblina de la noche a nuestras espaldas.
Y la amarilla hoja caerá exhausta,
llevará un tiempo insoportable respirar
Como si la sabiduría del otoño
fuera a cogernos por sorpresa…

Autor: Liubov Sirota

A PRIPYAT

1.
No podemos ni expiar ni rectificar
los errores y la miseria de ese Abril.
Los hombros caídos de una conciencia despierta
deben soportar de por vida la carga del tormento.
Es imposible, creédme,
dominar
o rehacer
nuestra pena por el hogar perdido.
El dolor perdurará en los corazones que laten
marcados por la memoria del miedo.
Allí,
rodeada por espinosa amargura,
nuestra perpleja ciudad se pregunta:
si nos amó
y nos perdonó todo,
¿por qué fue abandonada para siempre?

2.
Por la noche, por supuesto, nuestra ciudad
a pesar de estar vacía para siempre, vuelve a la vida.
Allí, nuestros sueños deambulan como nubes,
iluminan las ventanas con la luz de la luna.
Allí los árboles viven de inquebrantables recuerdos
recuerdan el tacto de unas manos.
¡Qué amargo para ellos saber
que no habrá nadie para su sombra
nadie a quien proteger del calor abrasador!
Por la noche sus ramas mecen en silencio
nuestros sueños inflamados.
Las estrellas penetran
sobre la acera,
permanecerán en guardia hasta la mañana…
Pero la hora pasará…
Abandonadas por los sueños,
las casas huérfanas
cuyas ventanas
se han vuelto locas
¡se helarán y nos darán su adiós!…

3.
Hemos permanecido sobre nuestras cenizas;
¿qué debemos llevar ahora en nuestro largo viaje?
¿El secreto miedo de que allá donde vayamos
seremos superfluos?
El sentimiento de pérdida
que revela la esencia
de una extraña y repentina bondad,
mostró que nuestra calamidad no es
compartida por aquellos que ¿acaso no deberían, un día,
ellos mismos afrontar el exterminio?
Estamos condenados a ser abandonados por el rebaño
en el más duro de los inviernos…
¡Vuela lejos!
Pero cuando te alejes
¡no nos olvides, varados en el campo!
Y no te preocupes a qué dichosas tierras lejanas
te conducen tus felices alas,
puede que las nuestras, carbonizadas,
te protejan de nuestro descuido.

Autor: Liubov Sirota

Clara Fiol versus Bo Bartlett

Jo puc apagar la lluna,
puc incendiar la nit.
D’una espurna, d’un esquit,
d’un cop de bona fortuna.
Que si el teu besar m’engruna,
tota jo m’encendré amb foc.
I la fosca, llum d’enlloc,
quedarà tota apagada
quan jo l’hagi engalanada
de vermell, taronja i groc.

Autor: Clara Fiol Dols

Ilustración: Bo Bartlett, “Gethsemane” (2017)

NUA

Nua
que tèspia des del llit
i es nua tota ella
entre llançols i poca llum.

Nua
que t’intueix mig emboirat
entre bellumes.
Ennigulada
pel posat que tens quan fumes.
Nua.

Nua
que imagines dibuixada amb llum de lluna.
Des del balcó tenyeix la fosca
i la traspua.

Nua.

Autor: Clara Fiol Dols

Ilustración de Bo Bartlett

Vaig perdre la son per mor del teu sexe.
Tenia gust de melicotó i ritme de bicicleta.

Autor: Clara Fiol Dols

Ilustración: Bo Bartlett, “Verano”

el aprendiz de brujo (1070): perder el tiempo

Nadie me quiso decir
que tanto perder el tiempo
era por buscarme a mí.

Autor: Manuel Alcántara

Ilustración: Salvador Marínez Cubells, “Un marinero” (1889)

Aunque esté lejos del puerto
veré a los barcos venir,
que al mar lo llevo por dentro.

Autor: Manuel Alcántara

Ilustración: J. Fernández Alvarado, “Amainando la tormenta en la costa de Málaga” (1931)

el suicidio (74)

PUENTE ROMANO

He tardado treinta años
en nombrarte sin miedo ni vergüenza.
Treinta años sin saber
cómo quererte o cómo hablarte.
Sin acertar ni atreverme siquiera
a decir me has abandonado, madre.

Pero nunca te odiaba.
Me decían que habías muerto
en el centro de un río,
que te arrojó tu propio impulso
desde un puente romano hasta el caudal.
Y yo, que era muy niña,
me conformaba entonces.

Porque los niños ignoran la muerte.
Solo notan la ausencia
y aprenden a borrar con goma blanca
el lápiz de la risa y el abrigo.

Luego crecí deprisa. Con la herrumbre
me salieron el pecho y los demonios.
Y fui para buscarte a un cementerio
—en zona no sagrada, prevista para herejes—
y no encontré tu lápida tan limpia,
pues te habían sacado de tu tumba
mucho antes de que yo llegase.
Que ya nadie pagaba tu reposo
y sin aval los muertos se confiscan,
pierden su propiedad y sus derechos.

No obstante, conseguí un certificado
oficial de difunta con la fecha incorrecta:
por él me concedieron una beca de estudios.

Sin vida me has servido
como un seguro contra incendios.
Desde tu fosa común me mirabas
tomar apuntes y comprarme libros,
y tal vez te sentías complacida
como cualquier madre al final de un curso
cuando su hija le trae buenas notas.

Me pregunto por qué te quisiste morir
tan de pronto y tan joven todavía,
qué síndrome o locura
nubló la transparencia del camino
y te condujo a los barrancos,
al término interior de los relojes
y a las profundidades
de una corriente caprichosa.

¿Por qué? ¿Por qué aquella mañana
te despertó el estrépito y la furia?
¿Fue mi llanto de niña enloqueciéndote
el que te abrió la puerta de la calle?
¿Fue mi llanto la luz al fin de un túnel?
¿Quién alumbró tus pasos por el frío
y te indicó el lugar exacto de caer?
¿Quién te quitó la ropa y te subió al pretil?
¿Quién te empujó?
¿Quién me empujó al río de la orfandad?

He tardado treinta años de preguntas
en pensar demasiado y sin hacerlas,
ya que nunca has venido a contestarme.
He tenido vergüenza de estar sola.
Y he mentido y he dicho
que eran otras las causas de tu muerte.
Con infantil tijera recortaba
a mi medida tu memoria estéril.
Y no puedes culparme
por la amnesia de ti, por mi mal modo
de inventar tu silencio vagabundo.

Soy grande ahora. Tu adulta presencia
ya no me haría un daño irreparable.
He bajado a las minas más profundas,
al anónimo lecho de los muertos más pobres,
a la cripta más honda de los parias.
He bajado a sacar tu cadáver sin rostro,
a extraer tu dolor,
tu corazón herido y putrefacto
y el útero que nueve meses
podría examinar tus restos
de madre y de mujer suicida,
y deducir las pruebas semiocultas.

Pero nadie investiga.

He querido saber, he preguntado.
He visitado el barrio y la náusea
donde vivimos: la casa pequeña,
el mundo todavía más pequeño,
la libertad pequeña en la cocina.
Así he visto el cansancio tirando de tus brazos,
el hormigón de las horas tapiando el horizonte,
y cerca el río como una autopista
en la que hundirse y estrellarse.
Pero nadie investiga, nadie recuerda ya
los días y el escombro
oscureciéndose en los cuartos,
la cena escasa, el sueño intermitente
de los hijos, la fiebre y el hombre lejos.

Te desentierro igual que a un fósil,
te recompongo, retiro los líquenes
y abrazo con cuidado tu esqueleto.
Que tu osamenta diga lo que tú no dijiste:
los motivos de fuga y de abandono
sepultados durante tantos años
de orgullo olvidadizo.
¿Es que te golpeó tan brutal la desgracia?
¿Es que tus hijos talaron los árboles
de tu cordura y tu alegría?

Madre, ¿acaso sin dientes yo mordí
tu placenta con tal desolación
que no cicatrizó tu vientre nunca?
Si como dicen me parezco
a ti igual que una sombra,
¿vas a llevarme por tu río
hasta el mar que vierte en la noche?,
¿vas a decirme alguna vez
qué hicimos mal tus huérfanos
que mereció un castigo tan injusto?

Porque tú desconoces esta herencia
de oscuridad sin fin que nos dejabas.
Y antes de abandonar el nido,
a través de las lágrimas miraste
que tus niños dormían
con la respiración convulsa y débil
que precede al espanto más terrible.
¿Estaba tu mirada tan violeta de invierno
que no notaste la espesura gris
de nuestro desamparo?

¿No oías nuestros gritos hundiéndose
en el pozo de nieve de aquel amanecer?

Tú ignoras que el propio padre esparció
un puñado de niños por la extensión del tiempo,
caídos a su suerte, como granos
diseminados por los surcos.
Yo aparecí de improviso un mal día
en la resaca grande de una guerra,
en la gran casa de unos combatientes
vencidos cara al sol,
en la última cosecha de una familia grande.

Yo no te quise nunca, ya que tú no existías,
pero tampoco pude odiarte.
En el temblor del agua te imagino
muriéndote, muy pálida,
abandonada al cauce y la tragedia,
lavando tu tristeza en la rutina
caudalosa del fondo.

Me dejaste viviendo en los márgenes negros
de la lluvia perpetua y de la pólvora
como en un vertedero de criaturas.
Para siempre humillada, me quedé
quieta en la orilla, viéndote morir.

Con siete años estuve a punto
de ahogarme en un afluente de tu río.
¿Fueron tus brazos desde el fango
los que tiraban de mi cuerpo frágil
hacia abajo, negándome el oxígeno?

¿O me salvaste tú, sosteniéndome a flote
para que no sufriera el plomo de la asfixia?
Rescatada de la corriente,
fui solo un bulto que arrojaron
sobre cerezas de hule, encima del mantel
extendido en la hierba.
Mientras volvía a la vida, alguien dijo
que mi destino era el agua: la búsqueda
o el accidente del agua, la caja
y la sepultura del agua.

Muchas veces soñé pesadillas de fiebre
cuando el aire pautado me faltaba.
Y en medio de los oscuro abrí los ojos
y no estabas delante ni detrás
ni aparecida entre los muertos.
Madre, yo no sé perdonar
ni rezar por las noches ni creer
que existes invencible en otra vida,
inmaculada de golpes rabiosos
y anestesiada como un ángel.
No lo creo y por eso no has bastado
treinta años de extravío,
desnuda a la intemperie de los ácidos,
para apartarme de treinta mil fuegos
provocados con tu mecha de ausente.

No te maldigo. Cuento ahora
el peligro en el tiempo y las lentejas
maternas que jamás tuve en mi plato.
Cuento cosas tendidas de un alambre
con descargas eléctricas. Soy la nocturnidad.
Y bebo leche que no es tuya.
Y me pregunto qué lluvia láctea
te sedujo en el frío de noviembre,
en ese día equivocado y cruel.
En ese día, ¿qué santa oración
de funerales cantaron los tuyos,
si ni la Iglesia quiso concederte
sagrada sepultura y paz cristiana?

¿Por qué no me contestas?

Por lo visto mi voz no es tan hermosa
como la de la muerte. Y no la escuchas.
Porque no hay madres resurrectas.
No es verdad el consuelo de los rezos.
No es posible saldar toda la culpa
errante de las ánimas benditas.

Y yo no te recuerdo ni al mirar
tus fotos o las mías: no apareces
como un fantasma al trasluz de la tarde,
no me desvela el sueño tu murmullo.
No llegas y me dices niña,
mírame, porque nunca te he dejado.

No es verdad que te quiero sobre todo.
Es mentira la sangre.

Autor: Isabel Pérez Montalbán

Ilustración: Pablo Gallardo, “puente romano de Córdoba”

el aprendiz de brujo (1068): los domingos

Siempre hay una hora callada en los domingos
en ella te pierdes y te invade la sensación
de que en la soledad eres extranjero
y piensas de repente en esa mentira
de que el tiempo lo cura todo
no es verdad
lo agranda
Y en esa hora callada sientes
que a tú biografía le han quitado los muebles
que aunque seamos
los conservadores de nuestro museo
si no somos capaces de aprender a poner
la brocha en la grieta no seremos capaces
de reconciliarnos con nuestro pasado

Pienso en esa hora callada
que lo prudente es
dominar el idioma de la soledad
sabiendo que a la palabra la podemos llenar
de ruina y de rabia
podemos pensar en una palabra
y decir otra
hablar sin decir
decir sin hablar
todo dentro de nuestro territorio
donde hay ofensores y ofendidos
intercambiando los papeles
según avance la película
remendando los huecos de la vida
para que no se derrame
en esa hora callada
siempre en domingo.

Autor: Montse Ordóñez

Ilustraciones de Milt Kobayashi

la infancia (148): Poema de David Marine

LA BUENA TIERRA

hay una esencia de mujer en los besos que me das
que zurcen botones rojos por mis mejillas.
mi imposible pequeña:
qué ornamento precioso para mi rostro
y qué horrible vacío cuando marches
tras la espuma de gemidos y afroditas,
cuando el amor se te desborde
por una garganta vencida de suspiros.
canta el gallo tu futuro
en el desértico jardín de mi cabeza;
yo sólo escucho a las hienas.
estoy desenterrando abrazos
para sembrarlos en tu buena tierra.

Autor: David Mariné

Ilustración: Joan Llimona i Bruguera, “pensativa” (1890)

el aprendiz de brujo (1067): gestación

En el esqueje conservo
el esbozo de tu ausencia.

Lluvia de marzo
Sol de mayo
Luna en agosto
Umbría de octubre
La nieve de enero.

Serás un álamo blanco.
Silueta simiente
útero de la memoria
pálpito de tierra herida.

Vasallo de una estirpe
germinando el páramo.

Autor: Javier Solé

Fotografía de Anna Niemiec

Dos poemas de Miguel Martínez López

El mal

Cierro el libro
de filosofía medieval
Pobres pelagianos
Pobres maniqueos
Pobres donatistas
Pobre San Agustín
Preocupados,
metafísicamente preocupados,
como estaban
por la cuestión de la existencia o no del mal
en términos absolutos
Por la existencia del reino de las sombras
y de su presidente Lucifer
Si en lugar del aburrido
siglo cuarto
hubieran conocido esto,
lo hubieran visto meridiano
El mal absoluto
ontológicamente hablando
es el banco Santander
los infiernos del Dante…
sucursales.

Autor: Miguel Martínez López

Ilustración: Gustavo Doré, “La Divina Comedia”

Salmo 23

A todas mis neuronas desleales
a la pena de siempre y sus aburridos ministros
a mi vieja culpa con su sonrisa de jóker
a la hiena que me patrulla el intestino.
A vosotras, íntimas alimañas
que me seguís desde hace años
en la cama, en la oficina, en el mercado.
A vosotras que me esperáis puntuales
al otro lado del sol y la alegría
y me lanzáis el buitre de la angustia
cada cuatro días. Quiero deciros algo:

El diazepam es mi pastor, nada me falta

No podréis atraparme nunca más
ni siquiera las mañanas de resaca
o los domingos aciagos de febrero
ni en los hospitales de lágrimas
ni en los tanatorios de Júpiter.

El diazepam es mi pastor, nada me falta.

Dragones de mi infancia en zapatillas
aunque voléis verdes y ligeros
y os poséis como sórdidas abejas
en los ojos de la gente que más quiero.
No podréis atraparme
porque yo soy más rápido
y tengo guardada en el bolsillo
toda la tierra prometida.

El diazepam es mi pastor, nada me falta.
Él separa las aguas de mi pecho
y multiplica los planes y los meses.
Él me lleva a fuentes tranquilas
donde la hierba de mi alma reverdece
y lentamente se levanta
una oveja blanca en mi cerebro.

Bienaventurados los pobres
porque ellos verán a Dios.
Felices los infelices
porque el reino de los cielos
pesa 150 miligramos
y cuesta 2 euros con 75.

Autor: Miguel Martínez López

Ilustraciones: Denis Sarazhin, serie Pantomima