Dos poemas de Isabel Pérez Montalbán

Viviendas Fundación Benéfico-Social

(Sector Sur, Córdoba, 1961-1965). Arquitecto: Rafael de la Hoz

Teníamos un tiesto con claveles,
las coplas dedicadas por la radio
y un corazón de periferia
con vistas a la diáspora y al tizne.

Yo contaba dos años, tan blanca la memoria
que no recuerdo nada, pero he visto
en una exposición de arquitectura
mi barrio, las vanguardias y el enjambre moderno.

La vivienda social era una huida
de los asentamientos marginales.
Así, pensando en los más pobres
y en nuestra natural inclinación
al revoltijo y a la bronca,
nos construyó el Estado ese polígono
de casas protegidas, de refugios al margen,
como nidos aislados de hipoteca.

En medio de un solar sin jardineras,
ni césped verde inglés ni toboganes,
se edificó una urdimbre de bloques tan idénticos,
con sus cubiertas de teja a dos aguas,
como idénticas jaulas de tristeza
para pájaros torpes o vidas que no logran
alzarse, y a ras de asfalto se mueven
con sus muros de carga paralelos.

Viviendas solidarias, dijeron los ministros.
No dijeron más dignas que nosotros,
criaturas sin modales ni costumbre,
casi bestias del campo a la intemperie.
Porque un techo no basta. Porque no hay dignidad
ni en la pobreza ni en el hambre.

Teníamos un cielo lapislázuli,
igual que en las películas.
Y un corazón a dos aguas de cauce turbulento,
y un corazón a dos lavas de volcán siciliano,
y un corazón a dos sangres fluyendo por los días.
Teníamos un arte de realismo puro:
fachadas de ladrillo visto,
polvaredas del natural,
secuencias al estilo de Vittorio de Sica.
Y un corazón al revés, a dos aguas.
Pero con una sola muerte.

Autor: Isabel Pérez Montalbán

Ilustración: José Duarte, “la barquilla” (1968)

Clases sociales

Los pobres son príncipes que tienen que reconquistar su reino.
Agustín Díaz-Yanes.
Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto.

Con seis años, mi padre trabajaba
de primavera a primavera.
De sol a sol cuidaba de animales.
El capataz lo ataba de una cuerda
para que no se perdiera en las zanjas,
en las ramas de olivo, en los arroyos,
en la escarcha invernal de los barrancos.
Ya cuando oscurecía, sin esfuerzo,
tiraba de él, lo regresaba níveo,
amoratado, con temblores
y ampollas en las manos,
y alguna enredadera de abandono
en las paredes quebradizas
de sus pulmones rosas
y su pequeño corazón.

En sus últimos años volvía a ser un niño:
se acordaba del frío proletario,
porque era ya substancia de sus huesos,
del aroma de salvia, del primer cine mudo
y del pan con aceite que le daban al ángelus,
en la hora de las falsas proteínas.
Pero su señorito, que era bueno,
con sus botas de piel y sus guantes de lluvia,
una vez lo llevó, en coche de caballos,
al médico. Le falla la memoria
del viaje: lo sacaron del cortijo sin pulso,
tenía más de cuarenta de fiebre
y había estado a punto de morirse,
con seis años, mi padre, de aquella pulmonía.
Con seis años, mi padre.

Mayo de 1997, mes y año de su muerte. Nadie estudiará esta fecha.

Autor: Isabel Pérez Montalbán

Ilustración de Cristóbal Aguilar