Mis tíos vivían en la Parte Vieja de Donosti, ésa que los turistas patean buscando tapas de diseño estratégicamente dispuestas en hilera.
La Parte Vieja de Donostia está situada al pie del monte Urgull, encajada entre el puerto y la desembocadura del río Urumea, y fue construida tras el incendio de 1813. Sus calles, llenas de tiendas, restaurantes, bares de pintxos y sociedades gastronómicas, suelen estar totalmente animadas en cualquier época del año.
La cocina del piso de la calle Pescadería era el rincón de la casa donde toda la familia vivía en constante reunión; era oscura, con una ventana interior. Los fogones tenían un encanto especial; el vapor de los pucheros ascendía hasta enredarse en la ropa húmeda que colgaba tendida del techo. Mi plato favorito, las alubias de Tolosa, lo preparaba Isabel siempre el primer día de nuestra llegada y el último de nuestra estancia.
Mi tía Isabel era prima de mi madre y toda su vida esperaba –o recordaba- un gran amor. Que ni llegó ni regreso. Hay quien dice que en el armario guardaba en celofán un traje de requeté.
Ella fue quien me enseñó a jugar a la escoba y también muchos solitarios. Cuando la gané por primera vez me regaló una baraja de cartas, una de ésas de la casa Fourier de Vitoria. Todavía hoy en mi caja de latón de reliquias de la infancia guardo todas las cartas de la baraja de tía Isabel.
En la cocina del piso de la calle Pescadería cada noche se organizaba una timba que ni en los casinos de las Vegas. Se recogía apresuradamente la mesa, se apilaban los platos en la pila y se extendía un tapete verde. Se jugaba con botones o también con fichas troqueladas por Pablo en el taller o, incluso, con anises. En una mala noche podías llegar a perder dos pesetas. El televisor permanecía apagado en la salita contigua.
En el último viaje a Donostia todo el edificio donde vivieron mis tíos permanece desalojado y vacío. Las calles siguen siendo las mismas pero el tiempo es ya otro bien distinto y las tropelías de una catalana refugiada en Euskadi en los años cuarenta se desvanecen así como las noches en velo bajo el calor de la desvencijada cocina.
Me preguntó si las ratas organizarán partidas en la vieja cocina. Yo rememoro aquellas entrañables partidas con una leve y nostálgica sonrisa hasta que me doy cuenta que sólo yo y mi hermano y mi prima somos reales. El resto de los jugadores son ahora sombras, fantasmas tristes que apuestan con la temeridad de quien sabe que nada, ni la propia vida, pone en peligro.
Ni Tere, ni Jorge, ni Isabel, ni Montse, ni Pablo. Ninguno de ellos ha ganado un céntimo esta noche.
Autor: Javier Solé
Relato incluido en la versión impresa de “Rehén de la memoria” (ISBN 978-84-9050-719-3)